Era la primera vez que me hacían una pregunta así. De esas que hacen rotar los ojos porque sólo se resuelven mirando hacia adentro.
Fue en el año 2014. Estaba en un bar en Nueva York, visitando a un amigo y despidiendo el verano después de un fin de semana de descanso.
—Pero ¿tú qué querés hacer Marie?
—¿Cómo que qué quiero hacer?
—De la vida. ¿Qué querés hacer de tu vida? Si pudieras hacer cualquier cosa sin pensar en nada más, ¿qué harías?
No supe si estaba hablando en chiste o en serio hasta que no me detuve a mirarle el rostro a través del vaso que estaba sosteniendo, y que ahora acercaba a su boca para acabar el líquido que tenía adentro. Sin palabras que salieran los suficientemente rápido como para poder acotar algo, miré a los costados para ver si nos rodeaba otra persona que pudiera responder mejor que yo. El vacío me obligó a mirar al piso. Después, otra vez, a su cara expectante. En ese segundo, como si su insistencia hubiera despertado a un duende que dormía en un tímido rincón de mi mente, salió desaforada una respuesta.
—Un libro. Quiero escribir un libro —le dije.
Él se rio sin abrir la boca como si hubiese sabido la respuesta antes de escucharla, y continuó.
—Muy bien. Entonces, ¿qué estás esperando?
Volví a mi apartamento en el sótano de la casa que vivía en Washington D.C. con la duda de si había sido yo, o no, la que había dicho eso. Desde hacía años que la idea de escribir un libro jugueteaba con mi razón como si ésta fuera un gato y ella el ratón. Siempre con miedo, siempre escondiéndose, pero tarde o temprano, revelándose para recordarme que seguía existiendo, y luego detectar la mejor oportunidad para volver a la seguridad de una cueva. Ahora, que con este mínimo pero potente intercambio estaba completamente expuesta, sentí que no había marcha atrás.
Animada y cargada de valentía, la siguiente semana pasé por una tienda después del trabajo, y compré marcadores y post-its nuevos. Llegué a casa, liberé el escritorio y la pared que tenía enfrente, y empecé a construir lo que años después descubrí que era una historia. Una vez que tuve un par de ideas listas, abrí la computadora, creé un archivo en blanco y empecé a tipear. Antes de cerrarlo, le puse un nombre. Después de ese día, nunca más lo volví a abrir. No me sentía capaz.
Años más tarde, en un cambio de computadora mal programado, perdí todo lo que tenía adentro. Mi primera lágrima fue por ese archivo que tenía presente en mis recuerdos, pero no había vuelto a visitar. Lo único que me acordaba era el nombre, y algún detalle más. Así que me resigné, y di mi plan por perdido.
Seis años —y con la confianza de haber publicado dos libros— después, me acordé de la conversación con mi amigo. Abrí otro archivo, y volví a empezar. Las mismas ideas fueron cayendo al espacio en blanco como lluvia de una nube añeja que llevaba miles de estaciones agrupando gotas para poder explotar. El tiempo y mis propios cambios las fueron mutando. Igual que lo había hecho mi mente. Igual que lo había hecho mi cuerpo. Pero esta vez no paré de escribir. No dejé de estudiar. No rechiné si algo no me gustaba, sino que lo borré y retomé la escritura como si no fuera a tener otra oportunidad.
Hace una semana lo terminé.
Curioso o no, este archivo lleva el mismo nombre de aquel borrador perdido que, contrario a lo que había asumido, no estaba en el olvido.
Había pensado llegar al retiro de escritoras con el manuscrito listo, pero no lo logré. Sin dejarme abatir por la desilusión, cambié de punto de enfoque y decidí ir a este universo paralelo en Ávila al lado de otras once escritoras con la ilusión renovada de terminarlo ahí.
La propuesta del retiro me sonó como una invitación al paraíso. No por el lugar, porque todavía no sabía bien dónde era. No por la gente, que desconocía quiénes eran. No por nada, sino por el tiempo. Quería tiempo, saborear tiempo, disfrutar tiempo, vivir tiempo. No me acordaba qué era eso —ni siquiera estaba segura de conocer qué significaba “tener tiempo”—, pero sabía que era lo que necesitaba.
Después de la primera noche de ejercicios creativos, nos dispusimos a exprimir un sábado entero a punta de literatura. Era la primera vez en cuatro años que escribía la novela físicamente rodeada y sin presiones de agenda. Antes de acomodarme, recordé la cita impresa de Virginia Woolf con la que nos recibieron:
“Todo es posible, estaba diciendo; pero necesito silencio. Hoy por primera vez no he visto a nadie y mi libro (Las olas), por ahora una llama muy temblorosa, empieza a dibujarse. No sé si la música necesita una protección que la rodee. La escritura es tan terriblemente sensible al ambiente (...). Lo que necesita la escritura es un hábito”.
En cuanto tuvimos asignado un asiento, no fue necesario pedir ese silencio y el ambiente se construyó por sí solo. Dado lo que habían contado la noche anterior, me quedaba claro que ninguna de las mujeres que estaban ahí se había dejado la simple tarea de leer, repasar o avanzar en su proyecto. No. Estas eran escritoras que estaban buscando el mismo espacio que yo en el tiempo para digerir, soltar y recuperar algo mucho más intenso: su vida misma.
Es que no. No estaba rodeada de mujeres que traían consigo apenas un archivo o un texto. Era un grupo de extrañas que llevaban años —sino milenios— sosteniendo cosas. Sosteniendo sus parejas, sus hijas y sus familias. Sus hermanas, sus padres y sus madres. Sus amigas, sus parejas y exparejas. La historia. Su historia. Incluso partes de la cultura y la sociedad misma. Todo eso había quedado marinando desde la noche anterior cuando cada una decidió destapar, sin pudor alguno, la olla hirviendo de su historia más real y honesta.
Entendí entonces que, ese sábado, la misión se había convertido en algo mucho más grande que solo escribir. Que solo avanzar. Que solo “terminar”. Ese sábado, todo lo que sosteníamos se comenzó a transformar, y aquel silencio de años —o milenios— dejó de callar. Frente a las ventanas de un sueño otoñal, este grupo de mujeres, decidimos dejar de sostener, y soltamos nuestras cargas al mundo porque elegimos ser libres.
Treinta horas después de la ebullición de una conexión sin desperdicio con los otros talentos que producían inspirados junto a mí, miré alrededor, cerré la computadora y me aflojé con el calor que emanaba de mi cabeza hasta volverme lava en mi silla. Jime me miró y me dijo:
—¡¿Y!? —Desde que había dicho que tenía que terminar la novela estaban todas muy pendientes.
—Sí. Terminé —le respondí.
Todavía no había caído. Como creo que sigo sin caer. Que esa admiración por el tesón de las mujeres que me rodeaban, también era una admiración que hacía diez años, desde aquel bar en Nueva York, estaba construyendo sobre mí misma.
Que al que le guste, y al que no también, existe algo natural en la condición de ser mujer que nos lleva a pasar una vida sosteniendo, incluso hasta agotarnos. Incluso hasta irremediablemente agobiarnos. Pero un día, un buen día, a través de la escritura o cualquier otra sintonía, decidimos dejar de sostener para empezar a decir. Para algunas —al menos para mí— es otra manera sentir el tiempo y, en consecuencia, también la vida.
Ya no hay carpeta ni cueva a la que mi historia pueda volver. No es presa del miedo o de la duda. Aquello que sostuve ya está dicho. Ya está escrito. Y a partir de ahora, es libre de poder salir.
Esta cita la leí el viernes de noche antes de irme a dormir y enfrentar la maratón del sábado. Desde entonces, se convirtió en gasolina para mi escritura. Es del libro Pájaro a pájaro, de Anne Lamott, que me recomendó Hadassa, la organizadora, durante el retiro:
”Escribe todos los días durante una temporada —insistía mi padre—. Escribe como quien toca escalas al piano. Escribe en función de un acuerdo previo contigo misma. Escribe como una deuda de honor. Y comprométete a acabar las cosas”.
*No te pierdas la próxima edición de Otras cosas donde te cuento más sobre las lecciones aprendidas durante el retiro y lo que sigue ahora hasta la publicación de la novela.
Algunas de las grandes escritoras de esta historia están en Substack y también escribieron sobre la experiencia.
¡Conocelas!
Que emoción y honor es seguirte, leerte. 🤩
María, mil gracias por la mención y perdóname por una respuesta tan tarde, solo lo he visto ahora. Estoy tannnn agradecida a conocerte, y todas las otras mujeres en el retiro. Me has inspirado un montón y tengo muchas ganas de leer tu libro. Enhorabuena, mereces todo! Besos xx