Este año cumplo 36 años. Al mismo tiempo, se cumplen 18 años que me fui de mi país. Que soy una migrante. Que soy una expatriada.
Me parece un hito importante, porque significa que en el 2025 voy a haber pasado más tiempo en tránsito por el mundo que en el mismo lugar. Eso me reconforta porque confirma que fui fiel a mi necesidad de movimiento. Que logré, frente a la adversidad, las dudas y la inmensa cantidad de riesgos que esa decisión conlleva, priorizar la curiosidad y volverme más fuerte frente al miedo.
Como diría Elizabeth Gilbert: Ser creativo es elegir siempre el camino de la curiosidad sobre el camino del miedo.
Miro hacia atrás, y puedo apreciar todo lo que construí a la distancia de mi árbol como un hilo de mutaciones incesantes.
Veo como, con cada destino, e incluso a veces con cada estación, me fui convirtiendo en un fruto distinto. Uno que no solo cambia de forma, sino también de color, de aroma y de sabor. Tanto es así, que me doy cuenta de qué versión conocen las personas por el color, aroma y sabor con la que me perciben.
Pero, además, veo como en el acierto y en el error, hay una lección que me permite no arrepentirme de nada. Y son tantas las enseñanzas de este viaje que hoy representa la mitad de mi vida recorrida, que me cuesta mucho encontrar un instante por dónde empezar. Así que, por lo pronto, voy a hacer el intento de comenzar por acá…
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Hace casi tres semanas me estaba yendo con una amiga de paseo a Ponza, una isla cerca de Roma conocida como “Capri para los romanos”. Andrés y Amalia no estaban conmigo, porque esa mañana la beba amaneció con fiebre y tuvimos que replantear nuestras minivacaciones. “Andá, te va a hacer bien”, me dijo Andrés. Y después de tropezar con los fantasmas de la culpa, me convencí, y fui.
En el barco, Annemarie, mi amiga, se quedó dormida. Yo, de tanto agotamiento por una noche complicada con Amalia levantándose de la fiebre y quejándose del malestar, me resigné a que mi cuerpo se había pasado al otro lado y perdido la capacidad de dormir durante el día. Por eso, bajé la guardia, me infundí en la brisa y opté por comenzar a observar a la gente a mi alrededor —además, siempre pensé que en uno de esos trayectos iba a encontrar al próximo protagonista de una novela, y eso me alucina—.
En la hilera de asientos de enfrente se encontraba un grupo de tres amigas. Una de ellas estaba embarazada y reposaba su cabeza contra una de las vigas del barco. Atrás, tenía a una pareja de adultos con pinta de haber hecho ese viaje miles de veces y, en los asientos del costado, cruzando el pasillo, posaba un grupo de parejas compuesto de tres chicos y tres chicas.
Aunque iban en la misma dirección, nuestros planes olían distinto. El de ellos parecía con la clara intención de disfrutar días y noches al exterior. El nuestro, con la expectativa de aprovechar la noche, pero descansando. A todo lo que diera lugar.
Los seis estaban somnolientos, con el rostro de cara a la brisa convertida en viento que se asomaba con fuerza desde el mar abierto que separa Ponza de la tierra firme. Como tenían los ojos cerrados, me los quedé analizando. Los observé de pies a cabeza, y concluí que tenían cada milímetro del cuerpo pensado. Parecían recién bañados, con atuendos que combinaban desde el bolso hasta el último accesorio.
Cada uno de ellos tenía un peinado particular, que confirmaba al menos una buena hora de preparación frente al espejo. Si me hubiesen preguntado, además, hubiera acotado que eran de esas personas que probablemente se ponen un perfume distinto por cada parte del cuello, que cambian de zapatos diez veces cada mañana y no cargan un bolso sin al menos tres opciones de cambio por día.
Cuando saqué la mirada de sus cuerpos emanando perfección y la puse sobre mí, sonreí como reacción al pensamiento de que no existía en ese momento nada más alejado de mi reflejo.
Aunque estaba convencida solo por el dibujo de mi imaginación, abrí el teléfono para verme la cara y confirmarlo. No recordaba haberme peinado, tenía las ojeras tornasoladas por haber llorado toda la mañana al caer en cuenta de que el programa familiar se había frustrado, y por el bucle de malestar que me provocó la idea de irme sola.
Los artículos de mi bolso no tenían ningún tipo de coherencia. Parecía sucio y le salían cables para afuera. Aunque no se veía en la pantalla, estaba claro que no me había dado tiempo para depilarme bien las piernas. Miré las uñas del pie y fue como si me pidiesen a gritos algún mimo para alcanzar un mínimo de prolijidad.
A pesar de tener todos los ingredientes para sentirme mal, me estiré hacia adelante, apoyé la nuca en el respaldo y esbocé una sonrisa con la comisura de los ojos. Aproveché el instante y los cerré para saborear la libertad que sentí frente a la realización de que no me importaba nada de lo que se ensañaba en insinuar aquel espejo. Que me había embarcado en ese viaje con mil preocupaciones, pero que ser aceptada no era una de ellas.
Glorificar dejarme de lado no fue una opción, pero el ejercicio improvisado me transmitía algo muy claro. Durante años, fui incapaz de sentir semejante liberación mental. Viví mucho tiempo bajo la presión de ser aceptada, de cumplir con un rol, de verme de una cierta manera.
Entonces, así fue como caí en cuenta de que haberme ido hace tanto tiempo representa, en primer lugar, el aprendizaje de soltar la idea de que mis acciones tienen que apuntar a convertirme en un hielo más en la hielera. Representa el paso decidido a inventar mi propio camino donde, a pesar de existir solo cosas sin resolver, queda en mis manos la mejor tarea: crearme a mí misma.
Porque el que no sabe que tiene que seguirse construyendo, se pierde de evolucionar para alcanzar su mejor versión. Eso, pienso yo, es más tenebroso que cualquier uña despintada o pelo sin peinar.
Soy la primera constructora de mi espacio. Soy el primer indicador de mi aceptación. Soy el fruto camaleónico que sigue, lejos de su árbol, haciéndole frente al miedo a punta de agallas y curiosidad. Y esto no lo podría lograr sin este ser libre y aceptado, porque él es el primero que me carga y, a la vez, me empuja por detrás.
Enhorabuena por conquistar esa parcela de libertad, María. Creo que muchas mujeres no lo consiguen nunca, o solamente cuando llegan a la tercera edad. Yo estoy casi-casi ahí, la estoy rozando con las puntas de los dedos, con 41 vueltas al Sol recién cumplidas. Qué descanso..! 😊 Un abrazo.
Qué placer leerte, por favor! Me transporté a todo eso. Me quedo con ganas de más, de un libro entero :)