Vamos los tres
Día 1
Estoy más nerviosa de lo normal. Amalia es grande y entiende que algo está pasando. Empecé la valija una semana antes por miedo a olvidarme de cosas “importantes”, y eso la descolocó. En consecuencia, lleva una semana sin dormir bien. Está nerviosa. Expectante. ¿Nos vamos con ella o sin ella? No le hizo bien.
Entonces a los nervios se les suma el estrés. Solo es algo más en la lista que incluye al agotamiento absoluto de la maternidad, mantener dos trabajos, más de ocho años de estudio ininterrumpido y la escritura de una novela. Y tratar de ser persona. Me está costando ser persona.
Tampoco me siento buena amiga. Presente y atenta, como me gusta ser. No sé cómo explicarles que tengo una nube mental que queda así bajita sobre mi cabeza y no se va. Algo así como las nubes parisinas, pero menos glamorosas. Que mis días son un andar desahuciado entre la niebla que separa mi inconsciente de la realidad. Que no-doy-más.
Les mando mensajes pidiendo perdón, termino la valija, le hablo a mi hija para explicarle que todo va a estar bien. Que es un paseo lindo, que lo va a pasar genial y que, por supuesto, vamos los tres. Ahí se fueron mis últimas dos gotas de energía. Y aquí vamos.
Día 2
Pasamos todo el día de viaje. 24 horas sin dormir. Los escenarios catastróficos que armé cuidadosamente en mi mente como cuadros impresionistas en grises y blancos no pasaron. A la basura otro ataque inútil de ansiedad.
Perdimos su peluche de apego en la escala en Madrid. Me di cuenta en la fila de abordaje, en el grupo 1, mientras estábamos primeros en la fila. No había cómo salir a rescatarlo. Eso fue letal.
Mientras dormía en el avión lo llamaba y mi mente se desesperaba. Le di toallitas y mantitas para ver si la distraía, pero fue imposible. Creo que esa fue la peor parte, porque a raíz de eso me desvelé el resto del viaje pensando en que había fracasado en lo único que tenía que hacer bien sí o sí: subir con la osita de peluche babeada y apachurrada por ella desde sus 7 meses, sana y salva. Látigo y más látigo. Por un peluche. ¿Qué me pasa?
Cuando pasé esa página, tampoco dormí. Me quedé mirándola. Quería atravesar los bailes de su sueño para sentir que ella estaba bien. Pero ella estaba bien y yo no sentí nada.
Terminé de liquidar mi espalda, de pedir perdón a las chicas simpáticas del asiento de adelante, a los del costado, y a los de atrás. Honestamente, pedí perdón por nada.
Al final, Andrés y yo nos pusimos un 7 sobre 10. Porque 7 es lo máximo que nos ponemos cuando, probablemente, seamos mucho más que 10.
Día 3
Llegamos.
Amalia se durmió arriba mío en el auto del aeropuerto hasta la casa de nuestros amigos que nos alojan estos días. Recién ahora puedo respirar en paz. Sentirme tranquila. Y pienso, antes me sentía tranquila en el aire y ahora en la tierra. ¿Qué querrá decir?
La ciudad a las cuatro de la mañana parece estar en pleno desperezar del día. Sin prisa, sin todavía haberse dado cuenta de todo lo que viene después de un rato cuando estar despierto le gana a estar dormido.
Y aunque en general mi historia con esta ciudad comienza con la descripción de nuestro primer encuentro tormentoso, la verdad es que, Bogotá, esta vez, me recibió con un cielo claro y un aire dulce. Por eso, rápidamente pasé por alto aquel 2017 y fui directo a recordar la versión por la que volvimos: risas que quiero revivir, amigos que son familia que quiero abrazar, lugares que me inspiran.
Hola, Bogotá. ¿Nos hacíamos falta?
Resto de los días en Bogotá
No termino de recuperarme. Amalia tampoco. Andrés tampoco. Sin embargo, paseamos y disfrutamos en la ciudad recordando momentos y disfrutando los mismos lugares de cuando éramos solamente dos. Estamos en familia, y Amalia lo sabe. Se siente local. Está en casa.
El único despierto en toda su dimensión ahora es mi paladar, que entre jugos de lulo y platos fusión comenzó a tararear canciones después de tanta oleada de carbohidratos con guanciale.
Amalia creció en cuatro días. La veo lidiar con cosas nuevas de manera tan natural que me inspira. Observa. Es observadora. No pasa nada por alto, ni siquiera nuestros ojos que la siguen admirados por la frescura y sabiduría de su ser tan chiquito y gigante al mismo tiempo.
Nos vamos sintiendo mejor. La mente se va aclarando. Hablo con Clau, mi terapeuta, y me lo confirma. Desde acá, imaginando lo que hubiera sido una vida sin la mudanza que hicimos hace tres años y medio a Roma, confirmo que fuimos tomando buenas decisiones. Siento que desde acá puedo calcular mejor lo que necesitamos para el futuro.
“Estoy viviendo un cansancio iluminado”, le digo, mientras camino en un parque con gente a mi alrededor que me sonríe. ¡Al fin! Me doy cuenta de que me hacía mucha falta el latinoamericano simpático. El que sabe que no pierde nada siendo amable con la gente. No me gusta pelear por amabilidad. Esa es de las cosas más difíciles de Roma últimamente. Ay, Italia, ¡cuánto te falta!
Y concluyo, que estamos cansados, pero estamos bien. Estamos donde tenemos que estar, viviendo lo que tenemos que vivir. Todo se va aclarando. Estamos apuntando al camino correcto.
Estamos juntos, y estamos bien.
Santa Marta en busca de aire
El baho no es acogedor, es un golpe seco directo a los pulmones en el segundo que ponemos pie afuera del avión. Amalia mira desde su coche hacia atrás preguntándome qué es esto, qué pasa. Trato de darle tranquilidad, pero me cuesta porque yo también estoy lidiando con la brusquedad del cambio que me tiene mareada como si de repente me hubiera convertido en la punta de una boleadora.
Pero nos acostumbramos bastante rápido. Esa tarde, ella pisa la arena y ve con ternura y respeto al mar, aunque por ese día decidió no acercarse. Cuando dimos la vuelta para regresar a nuestro apartamento, el sol salió disfrazado de un naranja rajante de atrás de las nubes obligándonos a cambiar los planes. Todos los espejos de agua le siguieron la corriente a su llamado neón, y fuimos testigos de un soberbio atardecer.
Nos metimos a la piscina más cercana para ver el esplendor de cerca en el reflejo. Y fue ahí, empapadas de tal maravilla, que un mensaje viejo llegó como botella perdida en el mar a los pies de mi mente: así es la felicidad.
¿Cómo puede ser que haga tanto tiempo no sentía esto? Felicidad. Estaba al fin feliz, desconectada, aislada, amada y plácida bajo los últimos despliegues del sol de otro día que, sin darme cuenta, pasó de normal, a uno especial. Me encuentro en sus ojitos que a veces son almendra y a veces son oliva, y lo compruebo. Al fin plenas. Al fin decansadas. Al fin felices.
Pero por la vida misma, esa claridad duró diez minutos, no más. Y más rápido de lo que me hubiese gustado me tropecé con una realidad que me hizo rodar de nuevo en caída libre.
Sin embargo, no lo olvidé, y eso fue lo más importante.
Ahora tengo claro qué es lo que vine a buscar, y no pienso irme hasta encontrarlo.
Más que selva adentro en Buritaca
Cuando reservamos un fin de semana en este lugar, no investigué demasiado. Sabía por qué ruta debíamos a llegar, y eso fue suficiante.
Se trata del camino que te lleva de las ciudades más importantes del caribe colombiano, a la selva profunda en dirección al Este. Más que una ruta, diría que es un umbral, porque no se puede avanzar sin pedir permiso a los árboles inclinados reclamando el espacio que era suyo, o sin ser capaz de saborear las frutas solo con el aroma de los cientos de puestos que se paran como guardianes tropicales de todo lo que los rodea por detrás.
Siempre que atravesé este marco tan particular de la naturaleza fui capaz de reconstruir las imágenes de partes de mundo que ya conocí, y que están lejos. Es como andar por un trayecto sinuoso que me avisa que voy a más de un destino. Que un yo multiplicado va a vivir distintas cosas, en diversas dimensiones, por más que no me mueva un milímetro.
Por eso, confié plenamente en la elección y di rienda suelta a la necesidad de mi cuerpo de meterse, cuanto antes, naturaleza adentro.
Fuimos los últimos en llegar. Nuestros amigos ya estaban ahí.
Mi primera impresión es que en este lugar de la tierra suceden cosas inexplicables.
Pienso en el momento de escribir esto y temo no poder hacerlo bien. ¿Cómo explico esa palmera que estoy viendo, que posa como esos portarretratos de alambre que permite tener varias fotos colgando? Es gris. No, es celeste. Es algo entre gris y celeste, dependiendo del día. Las hojas no son largas como las típicas palmeras sino redondas. ¿Cómo explico esto, y cómo describo que, del otro lado, las hojas de la palmera son rosadas? No, naranjas. De a ratos rosadas y de a rato naranjas. Eso depende del sol.
Estamos al lado del mar y del río. Somos meras estacas ubicadas en los espacios que quedan entre la enredadera de hilos de agua que vienen de la montaña y que siguen su curso con precisión, mientras nosotros seguimos definiendo de dónde venimos y hacia dónde vamos.
Estamos en la selva, con plantas el triple de tamaño de Amalia. Algunas son el doble de nuestro tamaño. Estamos en un lugar donde los árboles son reyes y los pájaros soldados. Estamos en un universo de verdes tupidos, frondosos y exuberantes. Sospecho si no hablan entre ellos de noche. Imagino que bailan con el sonido de la corriente. Sé que estamos en el paraíso.
Otro día
Algunos están durmiendo, o paseando en los senderos que rodean la casa principal.
Aquí estoy rodeada de dos mujeres que admiro. Que fueron y son por demás importantes en mi reconstrucción personal. Que supieron verme cuando no estaba, que supieron hablarme cuando no escuchaba.
Un día, Caro y yo nos sentamos a mirar la montaña. Es uno de los mejores planes. Al final lo hicimos un par de veces durante la estadía sin planearlo.
Las dos atravesamos vivencias muy fuertes en estos años separadas. Algunas que nos dijimos y otras que no nos dijimos pero que sabemos igual. Cuando empezamos a hablar, sabemos que, en este entorno, somos escuchadas por seres y elementos superiores a nosotras. Sabemos que, acá, estamos resguardadas en nuestra vulnerabilidad. Por eso, vamos soltando dolores, dudas, pasiones y otras cosas mucho más fácil. Cosas que se van nadando por el aire como angustia que pasó demasiado tiempo en cautiverio. Hablamos de la mano, que vamos apretando cuando intuimos que la otra más lo necesita.
Y lloramos, claro. Lloramos por todo lo que decimos pero también para poder hablar el idioma de la selva y que nos siga acompañando a través del agua que nosotras creamos y le dejamos de regalo como testigo de nuestra nueva realidad.
En la medida en que entramos más profundo en cada hecho que tenemos que exteriorizar, nos damos cuenta de que el vínculo femenino está iluminado. Que estamos poseídas por algo superior. Especialmente hoy. Yo puedo trasladarme al frente para volverme ella. Ella puede trasladarse hasta donde estoy yo para volverse yo. Somos de distintos lados, pasando por distintas cosas, sabiendo que al mismo tiempo, las pasamos todas.
Y terminamos con esta frase: ser mujer es algo alucinante.
Hora de volver a andar
Ya es hora de volver a andar. Sabemos que nos vamos a ver del otro lado, pero que este rato no pasó en vano. Volví a encontrar lo que me di cuenta que vine a buscar.
Andamos, porque no nos queda otra que andar. Pensar, actuar y ver más allá.
Que en todo caso la selva nos espera. Que, en todo caso, lo que dejamos plantado en estas charlas, en esta nueva felicidad, ya empiezó a germinar.
Para saber más sobre la logística y lugares específicos del viaje, no te pierdas la siguiente entrega de “Otras cosas” que sale el cuarto jueves de cada mes.
Lindo relato, necesario ese desenchufe.
Como consigues poner en palabras cosas que me pasan por la cabeza a mi tambien pero no me doy cuenta hasta que las leo por aqui. Que belleza.