El otro día me pidieron que buscara unas fotos de cuando era chica para un proyecto, y sin darme cuenta terminé entrando en un túnel del tiempo. Un túnel feliz, de hecho. Y es que yo tuve una infancia de cuentos felices. Busqué en mi diccionario mental la forma de definirlo, y lo más cercano que encontré es que fueron años de una oleada de amor alucinante.
Mientras revisaba las fotos y veía videos de cuando tenía uno, dos, tres años, sentí los bordes de mi cuerpo brotar de emoción. Por un rato mi mente se volvió un jardín, y mis hombros —hechos roca por días de contractura— cedieron ante las risas de esa niña, como si tuvieran memoria de haber estado ahí alguna vez.
Crecí en una casa con mamá, papá y mis tres hermanos, todos varones y bastante más grandes que yo. El menor me lleva ocho años, así que de entrada me apodaron “la beba”. En los videos, la beba siempre está en el centro, nunca seria: siempre cantando o bailando, bien al frente. No tiene miedo de caer mal, de verse mal ni de hacer el ridículo. Es un ser que, toma tras toma, es estúpidamente feliz (y pondría ese ESTÚPIDAMENTE en mayúscula si no estuviera en contra de ese recurso, pero basta con mirar a esa niña para entender que estaba ESTÚPIDAMENTE feliz).
En los videos caseros, los años avanzan hasta que, de repente, hay un salto en el tiempo. La niña ya tiene 10 u 11 años. En esa escena está recostada en el sofá de un apartamento alquilado por mis padres en Punta del Este. Recuerdo ese verano con nitidez, hasta el último detalle de la sala: paredes forradas en madera oscura con cientos de adornos que mi madre quitó uno por uno al llegar porque no le gustaban, sillones de cuerina marrón claro pegajosos y un balcón que daba a la parada 8 de la playa mansa, de frente al esplendor del atardecer. Todo podría haber estado bien en ese lugar que, en otro momento, hubiera sido escenario de grandes momentos. Pero no fue así.
Para esa altura yo ya no era estúpidamente nada. Reconocer en esa niña —la misma que bailaba sin miedo, pero ya más grande— la turbulencia escondida detrás de los ojos me marchitó de golpe. Me di cuenta de que, para ese verano, mi infancia ya había sido interrumpida, y me arrugué por dentro. Qué pena, pensé. Porque lo que ese video mostraba, aunque nadie más lo notara, era que a pesar de sus pocos años la niña estaba tensa, nerviosa, asustada. Como un venado que, después de saltar medio bosque en libertad, de pronto divisa un arma en el horizonte.
Mientras hago este viaje en el tiempo desde el escritorio que me sostiene en mi apartamento de Roma, mi hija corre a mi alrededor. Pongo pausa a los videos y la observo, pensando que todos los días intento darle al menos una chispa de la infancia dorada que tuve yo. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme cuándo terminará la suya, y por qué, y cómo será. Se me ocurren mil maneras en las que puedo protegerla, y otras mil en las que no voy a poder hacer nada. Y ese pensamiento me destruye.
Vuelvo a la pantalla y rebobino unos segundos, como si dominara el pasar del tiempo y pudiera encontrar el punto exacto en que tuve que empezar a acostumbrarme a la idea de empezar a hacer una transición hacia la adultez pasando por una desolada adolescencia. Siendo todavía una niña, pero sintiendo como adulta, sin haber hecho el más mínimo duelo por esa infancia truncada. Comprendiendo demasiado pronto la decepción, el dolor, la sensación de ser dejada de lado de forma abrupta, sin explicación. Busqué en la memoria una señal, un gesto, un instante que me lo revelara todo, pero no encontré nada. Así que, al final, apagué el video.
Pasan los días y esa carita de casi una decena de años se reproduce frente a mí sin piedad ni que se lo pida. Es como si me llamara y me quisiera decir algo. Yo sé que en el fondo ella ya está bien, pero no puedo evitar pensar en cómo le fallé también. Porque ella, antes de todo eso, sabía quién era, sabía qué quería, sabía que era buena. Y después ya no. Ya no sabía más nada, y todo la aterraba. Las amistades la aterraban, los chicos la violentaban, y la soledad la traumatizaba. No estaba bien.
Hoy veo que las niñas pierden la infancia mucho antes que aquella niña del video, y se me estrujan las entrañas. Entre las fiestas de cuidado de cutis y la violencia digital, no solo se arrastra una autoestima o se ponen en riesgo vínculos imposibles de recuperar: también se corta, en apenas una década de las setenta u ochenta que les quedan, quizás la parte más feliz de sus vidas. Y no se trata solo de “inocencia”: se trata de integridad, de risas y juegos, de la posibilidad de mirarse sin miedo y de observar el mundo sin preconceptos. De aprender a quererse y a recibir amor.
Y pienso que no tenemos idea de lo mal que nos estamos haciendo. Que estamos acelerando la pérdida de una parte vital que necesita nuestra humanidad para no ser infelices, o hacer infelices a otros. En que estamos obsesionados con deshumanizar nuestra vida, cada vez más temprano, de una humanidad que nos es inescapable.
Duro y desafiante para mamás de niñas pero soy muy optimista y sé que nuestras tesoros tendrán muchas herramientas. Y que lo daremos todo, en el acierto y en los miles de errores. Estamos bien. Estaremos bien. Estarán bien. Y a veces mal. La vida misma. Gracias por invitarnos a la reflexión. Besos!!!
Recuerdo fragmentos de escenas de mi adolescencia, donde aún existía la inocencia niña y mi madre diciendo: «no trabajes aún, después que empiezas ya no hay marcha atrás», ante mi deseo de entrar al mundo adulto.
Recuerdo llorar en una cama porque dolía el mundo y porque «no quería crecer». ¿Que podría saber mi yo adolecesnete de ese dolor sin haberlo experiemntado... ¿Viejo eco de otra vida?
Recuerdo ver a mis hermanas corriendo y jugando y sentir que no tenía la energía para seguirles el juego, se había esfumado, no se a dónde...
Cada una llega a esa turbulenta etapa llamada adolescencia a un ritmo distinto, y a veces crecer nos deja como dices, como ese animalillo asustado. Creo que aún, de grandes, seguimos siendo de a ratos ese animalillo.
Otras veces, la vida no es tan linda, y nos quita mucho antes, nos arrastra contra las cuerdas de 'madurar pronto'.
Pero en los hogares donde estos dramas no acaecen y pareciera que los niños tienen espacio para seguirlo siendo, somos nosotros los que deberíamos darnos cuenta de que velar por las infancias y su felicidad es nuestro papel de prtectores. Sobre todo, porque también tenerlas cerca, nos vuelven un poco esos niños que fuimos. ¡Qué regalo!