Otras cosas (para Mery) #5
Porque no hay otra cosa sobre la que quiera o pueda escribir ahora.
Tengo el alma rota.
Hace mucho no sentía tanto dolor.
El fin de semana, despedí a una amiga que se fue de este plano inesperadamente.
Se llamaba María Belén, le decíamos Mery, o “Pelu”, y todavía no puedo comprender que tengo que escribir sobre ella en tiempo pasado. Estoy en un vaivén de tristeza y desesperación tan violento que a cada rato siento como si me estuvieran golpeando el pecho con una bolsa repleta de rocas.
Pensé que no iba a poder escribir para Cosas que decir esta semana. Tengo la mente en plena tormenta, los dedos no me responden, y me está llevando horas poner un pie afuera de la cama, pero algo sucedió que me hizo cambiar de idea.
Cuando me llamó otra amiga el domingo para avisarme la noticia, mi primer instinto fue cortarle y llamar a Pelu. Estaba convencida de que me iba a contestar y me iba a poder explicar esa locura de cuento de que le había pasado algo. “¡Atendé, Pelu! ¡Dale! ¡Atendé!”, le grité mientras sonaba el tono del otro lado. Pero no me atendió. Desde entonces, la estoy buscando por todos lados.
Apenas me pude hacer algo de espacio en la neblina que me envolvía y no me dejaba moverme ni respirar, me fui a un cuarto sola, me senté en el piso, cerré los ojos bien fuerte y le pregunté: Amiga, ¿dónde estás? Decime qué hago. Decime si te faltó algo por hacer. Lo que necesites. A dónde quieras que vaya, voy a ir. Lo que necesites que haga, voy a hacer. Solo tenés que pedirme. Estaba temblando, balanceándome hacia adelante y hacia atrás para intentar esquivar las rocas, hasta que de repente, apareció ella. Tenía la mirada plena, el pelo con su clásico corte por arriba del hombro y los cachetes esponjosos decorados con su sonrisa. Me miró fijo, y después me contestó en su tono juguetón tan particular:
—¿De qué hablás, María? ¡Anda a escribir!
La vi tan claro que por un momento quise estirar el brazo y sacarla de ahí, donde quiera que estuviese, para traerla de nuevo hasta acá. Pero después de hablarme, desapareció.
No me había dicho nada nuevo. Me dijo lo que me decía siempre que hablábamos y le contaba que estaba trancada con la novela y estresada por otra cosa. Me alentó igual a cuando me dejaba los comentarios de cada una de las historias que le llegaban al mail, como le va a llegar esta. Siempre con una foto de alguna lectura a la que le había hecho acordar, o con un mensaje de voz explicando su reflexión al respecto —que, dicho sea de paso, siempre era muy superior a cualquier cosa que yo había querido decir—.
Entonces, cuando Soph me preguntó qué íbamos a ilustrar para esta edición de Otras cosas, le dije que algo para mi amiga Mery, porque quiero que sepa que le hice caso, y me puse a escribir.
El día que hicimos la carta astrológica para Amalia, mi hija, fue un día muy especial. Estábamos Diana (mi astróloga), Andrés, Amalia y yo. Entre todas las cosas que interpretó, señaló que nosotros habíamos llegado a Roma a buscarla. Que el alma de mi hija estaba ahí hacía mucho tiempo, y llevaba siglos esperándonos. Que esa era la razón principal por la que nos habíamos mudado a esta ciudad, un lugar que no habíamos contemplado para vivir jamás antes de nuestra relación. Fue una revelación que nos marcó mucho, y la recordamos siempre.
Para esta altura, Pelu ya había aterrizado en Roma desde Uruguay hacía algunos meses para dedicarse un año a estudiar. Desde el día que nos encontramos por primera vez, conectadas por gente en común, tuve la sensación de que ya la conocía. En parte porque pertenecíamos al mismo círculo social en Montevideo, y nuestras familias habían vivido siempre a apenas tres cuadras de distancia incluso desde antes que nosotras hubiéramos nacido. En parte, porque así es como ella te hacía sentir.
En estos días que estuve escarbando los recuerdos, volví al momento en el bar cuando le conté que estaba embarazada. Su sonrisa como reacción a la noticia, una medialuna gigante inconfundible, fue un hito dentro de dos circunstancias que iban creciendo en paralelo: nuestra amistad y la panza. Pero rápidamente, ambas historias comenzaron a entrelazarse cada vez más, hilándose entre su ternura, preguntas, caricias y charlas a la bebé que estaba por venir. Tanto fue así que, en determinado momento, la proclamé su “hada madrina”. Confieso que hasta que no puse esto en palabras en este instante, no me había percatado de que, al parecer, a este punto ya percibía algunas de sus cualidades mágicas.
Cuando Amalia nació y se conocieron con Pelu, su conexión fue inmediata. Yo, que estaba sobreviviendo mientras hacía equilibrio sobre una cuerda floja entre tanto cambio y emociones, quedé maravillada al ver que mi hija, una bebé que desde su primer día de nacida fue muy protectora de su espacio personal, se dejaba abrazar y cobijar con estos brazos nuevos. Es una imagen que por fortuna tengo guardada en el baúl de tesoros de mi retina.
En cuanto nuestros encuentros se fueron multiplicando —nunca sin un ramo de flores de por medio que dejaban señal de su paso—, ver como el cuerpo de Pelu se balanceaba con la bebé en su regazo, y notar como, segundo a segundo, Amalia se iba rindiendo a su dulzura, se convirtió en un espectáculo. Era como si el movimiento transmitiera un idioma que solo ellas podían entender. Era el compás, eran las palmaditas, era la complicidad total entre dos personas que no parecían verse por primera, o segunda, o tercera vez.
Al poco tiempo, también notamos que, en las fotos, mi bebé siempre sale mirándola. Fijo, con ojos bien abiertos. Como si pudiera ver algo que los meros mortales no veíamos. Pelu, que no era ajena a semejante pasión, recortaba la imagen y me la reenviaba diciendo: “¿¡Viste cómo me mira!?”. Por suerte, yo siempre le respondí: Es que te ama, Pelu. No tenía la menor duda.
Todo esto nos fue uniendo a niveles que hasta ese momento desconocía. Una expresión nueva de lo que supongo que es la plenitud verdadera. Eso de saber que alguien adora así a tu hija, la cuida, la contiene, y que, por lo que se vivía, era cien por ciento mutuo.
Como no era un ser de querer guardarse las bellezas del mundo para ella sola, Mery fue creando un entramado de vínculos que se fue extendiendo por el mundo entero, donde ella era el nodo principal. Y día a día, momento tras momento, su cariño caló en mí en forma de sanación y contención. Me convirtió en una afortunada de su presencia y su amistad, me ayudó a curarme, y se volvió parte de mi familia.
Cuando terminó sus estudios y nos despedimos porque le tocaba volver a nuestro país, las lágrimas me caían a borbotones. Su partida dejaba un vacío en las amistades que habíamos formado, en mi casa, en mí, y por supuesto en Amalia. “¡No llores, María!”, me dijo. Pero acá sí que no le hice caso. Le expliqué que no sabía cómo expresarle de otra manera lo significaba haber tenido su compañía en uno de los momentos más desafiantes de nuestra vida y que la quería. Ella me abrazó, me hizo palmaditas como le hacía a Amalia indicándome que me entendía, y se fue con actitud de alguien que dejó una misión cumplida.
Ese domingo 15 de setiembre amanecimos en Ámsterdam. Habíamos ido a visitar a unos amigos. Amalia tuvo una mañana horrible. Estaba inquieta y malhumorada. No quería dormir y gritaba. Le comenté a Andrés que no entendía por qué estaba así. Que ese era, quizá, un candidato para el “top tres” de los días más complicados desde que había nacido. No había caso. Hiciera lo que hiciera, no daba en la tecla con darle lo que necesitaba. Pero pasó el medio día, la logramos dormir después un buen rato de dar vueltas en el cochecito y, para cuando despertó, estaba mejor. Dio señales de ser ella misma y la jornada siguió su curso normal hasta que la llevamos a dormir.
Justo cuando estábamos en medio de esa rutina, me llamaron a darme la noticia. Entre la negación, llamarla y que no me contestara, y otra ronda más de mensajes que me confirmaron lo que había pasado, sentí un rayo atravesarme e iluminar una sola cosa. Me abracé a Andrés y le dije lo que había visto:
— Amalia ya sabía. Se calmó porque Pelu vino a despedirse.
Agrupé toda la información que tenía, y pensé que, quizá, en aquellos tiempos romanos mientras Amalia nos esperaba, había coincidido con Pelu. Me imaginé que, en una de esas, todo lo que habíamos vivido se explicaba creyendo en que las dos se habían reencontrado siglos después y no habían tardado un minuto en reconocerse y volver a adorarse. Repasé todas las veces que me había quedado mirándolas, disfrutando de sus charlas sin voz, y solo pude explicar esos momentos tan fabulosos pensando en que, ojalá, ese no hubiera sido nunca su primer, segundo o tercer contacto. Es que, si repaso todo lo que ahora sé, lo único justo es que ese ser tan repleto de amor, tan exacto con las palabras, tan acertado en los pensamientos, tan iluminado, haya tenido mucho más camino recorrido del que yo conocí.
En el regreso a Roma, Amalia se mantuvo tranquila y observadora. Se pegaba a mi cara apenas veía que mis ojos insistían en dejar caer las lágrimas. Hubo un momento en el avión en que se acurrucó conmigo y, antes de dormirse, se me quedó mirando fijo, igual a como miraba a Pelu. Le sostuve la mirada, le mojé la frente sin querer y le pedí: Gordi, vos que hablás con Pelu y viene a visitarte, porfa, decile que la quiero y la extraño.
María Belén,
No le tengo miedo a la muerte, pero eso no quiere decir que esté de acuerdo en cómo está operando. No estoy tranquila porque todavía no puedo entender que no te voy a ver más. Pero me calma saber que siempre te dije todo lo que sentía y significabas para mí. Que te quería, que te extrañaba, que me hacía inmensamente feliz saber cómo te amaba Amalia y que eras un ser especial. Que tu risa era de las mejores risas del mundo. Que mi casa siempre iba a ser tu casa, y que, gracias a ti, también fue un hogar.
Que tu compañía significó todo para mí en los momentos más felices y oscuros también dentro de ese año tan intenso que vivimos juntas. Que mi madre, después de estar contigo solo 24 horas, ya había decretado que eras un ángel y que yo estaba de acuerdo. Que me sorprendía cómo podías intuir, a miles de kilómetros, cuando te necesitaba. Que contabas conmigo y con Andrés, siempre, y que nos avisaras si algún día querías volver, que en dos segundos te tendíamos la cama. Que me daba paz saber que, pasara lo que pasara, Amalia contaba contigo. Y eso, amiga mía, no cambia. Porque almas que se quisieron así, nunca se separan. No necesitan verse si es tan fuerte cómo se sienten. Es lo que elijo creer y lo que vibra en lo más profundo de mi ser.
Amiga querida, hada mágica, ángel de tierra y cielo. Te llamaron a una misión en otro lado y lo acepto. No está siendo fácil verte partir, pero sé que ese derroche de amor que hiciste por acá no fue en vano. Éstas y todas las letras que vendrán son para ti. Para que sepas que tenías razón, y que te hice caso.
Hola Andrea, Juan y Amalia
Soy Jaime Pache tío de la Reina Mery
Gracias por tu mensaje que pone la piel de gallina y hace del corazón y el alma un micrófono ahogado en lágrimas de alegría y tristeza infinita.
Comparto plenamente contigo, que Mery fue llamada a una misión especial superior a la que dejó entre nosotros aquí en la tierra.
Dios la puso a prueba y entre otras, le tocó la de adorar a Amalia como a sus cinco sobrinos y al aprobar con sobresaliente se la llevó.
Así es, Dios recluta los guerreros más fuertes para su regreso al mundo caótico que nos toca vivir, y entre esos guerreros Mery llevará adelante su nueva misión de desplegar amor, alegría, sonrisas de media luna y una paz infinita para recordarla como era ella.
PURA VIDA
Santa Teresa de Ávila dejó un legado que reza:
"Vive la vida de tal suerte, que viva quede en la muerte".
Sin duda Mery vivió la vida como lo pidió Santa Teresa de Ávila.
Gracias y que Dios bendiga siempre su hogar protegido por el Ángel guardián de Mery y a Amalia le pido que cuando hable sin palabras con Mery, le diga que un rayo fulminante atravesó mi corazón y el de mi familia hace una semana.
Gracias Maria por tus palabras, fueron el regalo más dulce y lindo que podría haber recibido a una semana de su partida. Soy la tía de Mery y la sentía como una hija. Nos dejó con el alma desgarrada, pero cada vez que nos acordamos de ella de su sonrisa y de su alegría nos llena el corazón de paz. Ahora aprendemos a vivir sin sus abrazos, sus besos, su risa, pero desde arriba su luz ilumina cada paso que damos. Sé que está en paz y rodeada de flores junto a mi mamá. Me encantaría conocerte y sobretodo a Amalia que era tan querida por Mery. No dudó en salir corriendo cuando la precisaste en Venecia. Los quería tanto y esa beba era un ángel para ella, llenaba de amor su corazón. Muchos besos y abrazos. Rosina