Estoy viviendo en un estado dual. Entiendo todo y no entiendo nada. Me siento con fuerza y más débil que nunca. Sé la decisión que tengo que tomar, pero no me animo a tomarla. Soy la cuerda de un juego de cinchadas sin claro ganador, y vivir así me está agobiando.
Este no es un sentimiento ajeno. Ya lo había experimentado antes. Me lo recuerda sin pudor el dolor de los huesos de la espalda, la tensión de los músculos del cuello y el sarpullido de alrededor de la boca. Lo noto en lo pesada que está mi mente, y en el hueco que deja mi cabeza cuando me levanto de la cama, que desde hace semanas es más profundo que de costumbre. Y aun así, algo esta vez se siente distinto, y eso fue lo que le dije a mi terapeuta cuando hablé con ella la semana pasada.
Estaba en la emergencia del hospital pediátrico —de nuevo—, esperando un turno para Amalia, mi hija, que se sentía mal. Pensé en suspender la llamada, pero enseguida me arrepentí. Llevábamos dos semanas sin hablar, ella sabía que estaba pasando por un momento difícil, y no quería que se preocupara más si le cancelaba sobre la hora. Además, lo necesitaba.
“Clau, perdón por el ruido. Estoy en la emergencia del hospital pediátrico con Amalia.
Todo más o menos, pero no te preocupes. Estamos tranquilas, esperando resultados.
No, no cortemos. Me va a hacer bien hablar. Hay cosas que quiero decir en voz alta. Es que sigo muy triste, pero me di cuenta de algo.
El otro día salí a caminar por el río Tevere, acá, al lado de casa. No llevé auriculares porque no necesitaba más ruido del que ya cargaba. Quería ordenar las ideas, y tener más capacidad para escucharme. Estaba desorientada y abrumada. Mejor dicho, completamente agobiada.
Los primeros pasos los dediqué a cuestionar mi capacidad para entender, y superar, lo que me estaba pasando. Dudé de mí, y me sentí muy indefensa frente a una situación que nunca había contemplado. Pensé en todo el trabajo que venimos haciendo juntas, y en los más de veinte años de terapia en los que llevo intentando ponerle nombre a las distintas mareas a las que me enfrento día a día, y asumí que, a pesar de eso, ningún ejercicio me había preparado para esto.
Reconocí, allá por el minuto veinte de la caminata que, de a ratos, la pena no me dejaba otra opción que abandonarme a mí misma, y ese escape se encendía como un mecanismo de defensa para intentar no sentir. Pero Clau, no se puede no sentir. No es una opción. Uno siempre siente, incluso lo que no quiere. Yo sé, por experiencia, cómo termina eso.
No, no es sano. Estamos de acuerdo. Lo que se ignora se vuelve otra cosa. Se enreda y se manifiesta de otra manera. Es como si un fantasma te arrastrara por la arena tirándote del pelo con violencia, y tú, boca arriba, chiflaras como si no estuviera pasando nada, aunque el cuero cabelludo ardiera y se te estuviera quemando la espalda. No, eso no funciona.
Cuando caí en cuenta de todo lo que te estoy diciendo, frené, y me senté en los escalones que quedan enfrente a la Isola Tiberina. Entendí que era hora de dialogar con mi pena. De tomarme el tiempo de vivir intensamente dentro de la agonía de la pérdida. Tenía que juntar agallas y proponerme atravesar la línea de fuego para explorar, al menos, cómo se puede estar del otro lado.
Esta vez, en vez de ignorar al fantasma, le pedí que me soltara y que conversáramos un rato. Nos sentamos de frente, y nos dimos cuenta de que nuestra relación tenía que cambiar. Le dije que sabía que, de ahora en más, tenía que hacerle algún lugar en mi vida, pero que no le podía dejar tanto espacio. Sobre todo, le dije que no podíamos hacer un metro más de esa carrera por la arena.
Negociamos, y accedió a no arrastrarme más. Me dijo que, de vez en cuando, me iba a tener que dar un susto. Que podía aparecer de improviso cuando estuviera cruzando la calle, comprando algo en el supermercado, haciendo un ejercicio de pilates o en la cama justo antes de que me fuera a dormir. Avisó que van a haber momentos en los que me va a volver a intentar dominar. Que me va a dar la impresión de que me está arrastrando de nuevo pero que, esta vez, a diferencia de la manera en la que nos estábamos relacionando antes, cuando dijera “basta”, no iba a dudarlo y me iba a dejar en paz. La mayor sorpresa me la llevé al final, cuando nos miramos, sonreímos, y decidimos abrazarnos.
Sí. Un abrazo con la pena, con la angustia, el dolor…con todos.
Entonces me di cuenta de algo…
Sí, justo de eso. Que las herramientas que pensé que no tenía, sí las tenía. Sabía lo que tenía que hacer, Clau.
Además, retomé algunas cosas del libro que escribí, Del otro lado de la montaña, y saqué la conclusión de que no había escrito una historia “conocida” desde otro punto de vista, y nada más. Creo que escribí un libro sobre el duelo, ¿sabés? Sobre cómo enfrentarlo, sobre la inutilidad de ignorarlo. O por lo menos así lo veo ahora, quizá siga descubriendo otras cosas después.. quién te dice…
Es así, opino igual. Uno no se da cuenta de lo que trabajó durante tantos años hasta que de repente se ve en la presión de exponerlo. De usarlo.
Sí, Clau. Es un montón.
***
Otra cosa. ¿Sabés qué? Me di cuenta que no sé si hubiese podido contarte todo esto si antes no hubiese reconocido ese estado tan interno y tan violento de sofoco y opresión.
Pienso que, capaz, estuve viendo esto mal durante mucho tiempo. Que puede que exista un lado B al agobio, que se puede manifestar (si uno realmente lo intenta) como un estado de claridad total.
Una claridad que te dice en qué te tenés que enfocar. En quiénes te tenés que rodear. En qué tenés que escuchar y qué tenés derecho a ignorar, al menos por determinado tiempo.
Una claridad que te revela que, hasta cierto punto, es decisión de uno no seguir arrastrado, dominado, e incluso poseído, por un inconsciente malvado y sin piedad. Y eso es lo que estuve haciendo.
Lo logré, Clau. Logré construir lo que necesité tantas veces y no tenía. Construí un refugio adentro mío, y eso nadie me lo va a poder sacar.
Qué te digo, Clau. Convivo con dos sensaciones contrarias todo el tiempo. Estoy mal, pero estoy bien. Si eso tiene sentido. Pero estoy parada y estoy entendiendo. Estoy aprendiendo, y estoy en movimiento.
Gracias, Clau. Yo también estoy orgullosa de mí.”
Gracias, María.
Son lecciones que uno aprende más fácilmente, cuando alguien como vos, alguien con una sensibilidad en las palabras justas, las expone tan claramente.
En todo ser humano, conviven dos lobos. Uno es bondadoso, y leal; el otro es la imagen de la fiera hiriente. Sobrevivirá aquél que alimentes. Ya conoces la fábula.
Ten fe, que el dolor pasará porque la vida siempre te empuja en un sentido: hacia delante.
Mi más grato recuerdo, para tu gran amiga ya ascendida.
Besos, Carlos
@2024
Volviendo a la raíz del Agobio (gubbus/gibbus joroba - kip/kup curvarse) y del Duelo (dolus dolor - combate desafío entre dos), me haces pensar que en ambos significados: hay dualidad y un vencedor. En este caso no ha sido el peso, no ha sido la carga, no ha sido el dolor: la vencedora has sido tú al vencerte a ti misma. BRAVA !
Gracias por recordarme que hay mucho que decirle al agobio y al dolor; que vale la pena curvarse, quitarse el peso, y morir constantemente para darnos paso a nosotros mismos. 🫶🏻