Se dice que estamos cansados de las redes sociales
y listos para adueñarnos de nuestra atención, tiempo y espacio otra vez.
En las últimas semanas hubo un tema que me estuvo acorralando. Entre las palabras de Emma, Sofi y Marina* me fueron llegando señales que apuntan a un destino: quizá es momento de dejar las redes sociales. Hace mucho tiempo que lo estoy contemplando, pero ese análisis viene más adelante. Si ya me conocen, sabrán que esta idea es parte de una historia más amplia, y eso es lo que les quiero decir.
Esta historia también está disponible en audio. Dale play acá abajo:
Si tuviera que ponerle un punto de partida a esta historia, lo ubicaría el día que creé mi cuenta en Facebook. Cómo no hacerlo. Todavía vivía en Buenos Aires y era una novedad. Mis primeros “amigos” fueron mis compañeras de la universidad, y dos o tres personas más de mi lista de contactos. El fin de semana siguiente fui a Uruguay, y le dije a mis amigas: “Tienen que hacerse una cuenta en Facebook, todo el mundo lo está haciendo”. Dos segundos después, nos sentamos en una PC para crear perfil por perfil, sin tener idea de lo que nos estábamos metiendo.
Me acomodé rápido a las demandas de ese nuevo espacio. De hecho, lo disfruté. Siempre me consideré bastante abierta y creativa, y esta “red social” me proveía cosas que sentía que me hacían falta: un lugar para escribir textos, compartir fotos, practicar el arte del copywriting (sin saber lo que era) y estar al tanto de lo que pasaba en Uruguay mientras vivía afuera. Me cerraba, me divertía, me hacía bien.
Además, en cuanto creé mi blog, las redes sociales se volvieron el mejor aliado para atraer lectores. Cada vez que posteaba una entrada, acto seguido, ingresaba a Facebook y luego a Instagram (nunca a Twitter porque lo abrí y, con apenas dos días de scrolleo, me resultó demasiado agresivo y lo cerré) para publicar el enlace y dejar que ocurriera la magia. Era tan importante este paso que, si no lo hacía, directamente no había más lectores que mi madre y dos amigas de la oficina.
Pero un día se hicieron las doce de la noche, y el hechizo se acabó. De nuevo, si tuviera que ponerle un pin al momento que me replanteé la utilidad del espacio social digital, fue cuando, después de un año de ghosting degradante, mi mejor amiga me dijo adiós para siempre. Fue por mail, en una época que ya no usábamos mail sino Whatsapp. Eso, de por sí, en el idioma fantasma que usamos para cubrirnos hoy en día, ya era un mensaje. Pero lo más increíble fue la parte donde se leía: “Ah…además, te hiciste una cuenta de Instagram.”
Claro que hay unos puntos adicionales que analizar para comprender el trasfondo de esta frase y el porqué de este cierre patético: un novio al que no le caía bien (y pues, por una serie de actitudes que interpreté como posesivas y manipuladoras, él tampoco me caía bien a mí), la sensación de competencia dentro de la amistad por su reciente inmersión en la escritura, una convivencia mal llevada, una pérdida de confianza y varios errores de criterio cometidos por ambas. Sin embargo, cuanto más pasa el tiempo, más me doy cuenta de que, de todas formas, lo que contribuyó al final de nuestra relación se resume a esto: una cuenta de Instagram. Si eso no es para encender una alarma, entonces, no lo sé.
Desde aquel momento, disfrutar plenamente de compartir cualquier cosa en las redes sociales es una batalla perdida para mí, en su gran mayoría. Me gusta contar historias de viajes de manera visual (como prefiero describir mi IG), generar conversaciones interesantes con personas que admiro, conocer marcas nuevas, reírme con los memes e ironías sobre la maternidad, aprender recetas de cocina y todo el resto de miguitas creativas con las que me deleito de vez en cuando. No es menor tampoco que se haya convertido en un canal por donde me contactan clientes por primera vez, o una cuenta que, en mi rol como estratega de comunicaciones, es un instrumento de trabajo.
Pero cada vez que abro la aplicación, no puedo evitar pensar en que también es un terreno que me hizo sufrir con un ímpetu descarado. Es la lápida de una historia que, tal como aprendí, puedo superar, pero nunca me va a dejar de doler. Es un sinfín de mensajes que me llevan a cuestionar mi maternidad, mi estado físico, mi salud mental, mi estilo de vida, e incluso, mi grado de disfrute de la vida. Muchas banderas rojas, muchas señales, muchas dudas con potencial de volverse agonías.
Según leí últimamente, por suerte, mis miedos a dar el paso a “desaparecer” de Instagram no son extraños ni aislados. No soy la única preguntándose si me van a seguir leyendo si no me ven más donde solía estar. O si se va a suscribir alguien para enterarse de mis textos nuevos por mail, así me libero de la dependencia de este canal que de a ratos me hace sentir que vivo en un túnel. Tampoco soy la única proyectando calamidades a futuro como, por ejemplo: si se publica mi novela, ¿se enterará alguien? ¿La leerán si no ven mi rostro en la red social donde “hay que estar”? ¿Podré sostener todo el ecosistema de mi trabajo sin el actor clave de esta red social? Y ahí es cuando me freno y digo: ¡A la cucha de nuevo, dilema viejo! Que su único lugar natural para habitar debería ser en la lista de pensamientos catastróficos para desechar.
Sé que parece que tengo todo claro ahora que vi señales, bajé mis vulnerabilidades a la tierra y publico esto con absoluta sinceridad, pero todavía no sé qué voy a hacer. Muchas cuestiones de esta situación todavía me confunden (¿será que le estoy dando demasiado crédito a Instagram? ¿será que tengo que tomarme la vida menos en serio y basta? O como dice Emma Gannon: ¿Esto ya no sirve, o simplemente son mis años?). Ya veremos, no descarto ni afirmo nada por el momento. Sigo pensando.
Lo que puedo afirmar ahora mismo, es que no sé qué será de esa cuenta, pero sé que será de mí. Y eso es que voy a seguir escribiendo. Que lo que pongo en bandeja no es para seguidores, sino para lectores. Voy a seguir escribiendo, y pretendo hacerlo toda mi vida. Aunque a veces me cueste, aunque muchas veces me duela, aunque a veces me tranque y me frustre, aunque me sangre de a gotas el pecho si me expongo demasiado o me haya arriesgado a no quedarme en silencio. Voy a seguir escribiendo. Porque lo hago por mí y porque de otra forma no sé vivir. Y si me enfoco en eso, no veo banderas rojas.
Hola Maria! Humildemente creo que el foco hay que ponerlo en lo que nos hace bien, en lo que disfrutamos, en poner energia y tiempo en donde nos sentimos bien. Creo que en instagram, a mi al menos, lo que me pasa es que no encuentro lo que necesito y recien ahora entiendo que hay otros espacios donde sí, como este de Substack.
Es un camino pero ¡que motivador! Al final es explorar, sentir y experimentar. Tal vez uno de los resultados sea dejar alguna red, pero seguramente despues de este transito de reflexión y revisión no sea “rendirse” ni “huir”, sino, libre y conscientemente, elegir.
(En mi publicación podés encontrar algunas notas y procesos de detox abiertos sobre este tema si te interesa una perspectiva desde la introspección :)
Me encanta!
Tu angústia es muy valida. Incluso la comparto!
La vida sin redes sociales puede ser mejor pero será que salir de algo que ya está intrincado a nuestra existencia no hace daño también?
Perder de ver los viajes de tus amigos queridos que están lejos. Mantener contactos con quien quieres cerca.
Yo pienso mucho en dejar todo, “el todo o nada”, porque soy intensa. Pero últimamente encontré un equilibrio que pensaba imposible. Silencié muchas historias, deje de seguir gente o páginas que me generaban angustia, no abro el celular antes de las 9:30am y por las 21h lo voy dejando dormir en la sala, lejos de mi.
He tratado de estar muy consciente de que las redes son buenas como comer un dulce después del almuerzo. No debería hacerlo todos los días, tampoco comerme una torta entera. Es un cuadrado de chocolate (con cacao de verdad) es un postre rico en una panadería una vez a la semana. No nos han enseñado eso. Pero si nos han dicho que la coca cola y los dulces es un placer para disfrutar con equilibrio. A las redes no. Cuánto más conectadas y presentes mejor. Y no es así, porque más tiempo pasamos más rápido vamos a llegar al deseo de “quiero quitar todo eso de mi vida”.
Un texto que me ayudó fue The Attention Diet de Mark Manson. Tiene mucho sentido.
Un abrazo